BEDA EL VENERABLE
Hay poca información sobre él. Benedictino inglés (672-735). Se le conoce sobre todo como autor de “Historia eclesiástica del pueblo de los Anglos” y por haber puesto en práctica el lema de su orden “ora el labora” durante toda su vida, desde los 7 años en que sus padres lo entregaron a un monasterio. Las biografías a libre disposición están llenas de tópicos, sin embargo el dato que aporta Osvaldo Picardo es de lo más sustancioso: cuenta que revolucionó la forma de leer estableciendo dónde debían ir las pausas, entonar preguntas, alzar o bajar la voz sugiriendo una confesión o una ironía. Es decir, dotando al texto de vida y de autonomía.
Yo creo que se trata de un testimonio apócrifo o de un largo que se ha tirado el articulista. Osvaldo Picardo es un poeta argentino 5 meses más joven que yo, con 6 poemarios publicados y una entrada propia en Wikipedia. Y una gran labia, un rasgo inherente que a la mayoría de los latinos les viene de serie junto con la partida de nacimiento.
¿Cómo se puede imaginar que civilizaciones como la griega y la latina, o la hebrea, un poco más al este, o todo el mundo oriental, con milenios de cultura e infinidad de textos llenos de enjundia, leyeran sin hacer pausas, sin entonación, sin dramatizar el contenido? ¿Cómo se puede pensar siquiera que el mundo entero, dueño en origen de la literatura oral, pueblos acostumbrados a contar y a fabular, al enfrentarse a un texto escrito lo recitaran como una letanía sin principio ni fin? América es un continente joven, pero también ellos tuvieron brillantes civilizaciones precolombinas. Se sabe que mayas y aztecas produjeron ricas cosmogonías escritas que, haciendo el camino inverso, han llegado a nosotros a través de la vía oral. ¿También ellos leían como quien reza sin ganas? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que el lector se dirigía, en general, a un público analfabeto que necesitaba el apoyo de la dramatización para hacerse eco de las historias que escuchaba?
Los contadores de historias que han tenido todos los pueblos (juglares, trovadores, habladores…) eran gente hábil, que conocía los mecanismos que movían a su público. Además, era habitual que al terminar la recitación solicitasen de sus oyentes un donativo. ¿Cómo no iban a contar o a leer con fundamento? Se estaban jugando su salario.
Deduzco, por tanto, que si es cierto lo atribuido al bueno de Beda, se trataría más bien de una reconducción, de un recordatorio sobre cómo había que leer para hacer del texto un relato verosímil que despertase emociones. Algo parecido a lo que yo hago cada día en mis aulas. Solo que yo no gozo del hipotético prestigio de Beda y no cosecho ningún resultado. Tampoco sé si a él lo escuchaban y le hacían caso. Osvaldo Picardo no llega tan lejos en sus precisiones. Quizá Beda el Venerable, con todo su renombre, no era más que un colega que, como yo, predicaba en el desierto.
Dicen los testimonios de la época que en la Edad Media toda Europa era un bosque inmenso, así que el desierto de Beda debía de ser pequeñito. Los siglos y la mano humana han ido desertizando grandes zonas. De ahí mi desazón: el desierto (y admito toda clase de interpretaciones del desierto como metáfora) se ha hecho mucho más grande y, contra todo pronóstico, incluso contra el propio origen etimológico del término, el desierto de hoy está muy concurrido. Lo pueblan toda clase de seres variopintos que van y vienen sin mapa y que balbucean más que leen, desde luego, sin hacer pausas, sin entonar y sin expresar absolutamente nada.
No sé si Osvaldo Picardo conocerá algún conjuro para convocar a Beda el Venerable. En la era de las redes sociales, no será difícil averiguarlo. Porque, si el benedictino conocía las claves, estaría bien organizarle una gira por los institutos de este país para ayudar a recuperar un hábito que jamás debiera haberse perdido.
© E.Z., 1 febrero 2012