SOMBRAS
A Raúl le arde la cara. Sin ruido, deja correr las lágrimas que durante tantos meses ha tenido que contener, hasta poder compartir con Alicia eso que tanto daño le está haciendo. Ahora, por fin, puede dar rienda suelta a esa mezcla de asco, vergüenza y dolor que le tiene paralizado desde que todo aquello empezó. Y lo deja salir como quien abre una presa. Frente a ellos, el cielo descarga en esos momentos un aguacero cerrado, como si el paisaje buscase hacerse eco de la congoja del chico. Se han refugiado de la tormenta en la entrada al túnel del viejo ferrocarril abandonado. A unos metros están tiradas con prisa las bicis de ambos.
Esta misma tarde han llegado al pueblo con sus familias, como todos los veranos, para pasar las vacaciones con los abuelos. Sin tiempo a descargar las maletas se han buscado con esa necesidad física, semejante al hambre y la sed, de quien lleva sin verse todo el año. Se conocen desde siempre y han alcanzado esa edad, a caballo entre todo y nada, en que las confidencias al amigo son más definitivas que ninguna otra cosa, ese momento ambiguo en que el traje de la infancia empieza a quedar pequeño y a tirar de la sisa, pero las hormonas todavía no están maduras para eclosionar y teñirlo todo con los jugos más ácidos de la vida, aunque ya se empieza a adivinar que el territorio de los adultos puede estar habitado por sombras que sería mejor no tener que conocer.
Alicia rodea con su brazo el hombro de Raúl. No sabe muy bien qué decirle, pero se siente invadida por la rabia. Quisiera hacerle muchas preguntas, sin embargo sospecha que tal vez lo mejor sea quedarse a su lado y escuchar, dejarle que vaya soltando lastre al ritmo que necesite. Le cuesta, porque quiere saber, pero aguanta.
No soy el único, desgrana Raúl de forma entrecortada, con la mirada fija en sus zapatillas. Por lo menos hay otros dos compañeros que también. ¿El mismo cura?, pregunta ella sin soltar el abrazo. Sí. Callan. Tienes que contárselo a algún mayor. Nooo, nooo…, levanta la cabeza alterado, se desata del abrazo, mira alarmado a su amiga. ¿Por qué no? Porque nadie iba a creerme. Pero dices que sois muchos. Es igual, ellos tampoco hablarán.
Pasa ese verano. Pasan unos cuantos más sin que Raúl vuelva a mencionar el asunto a Alicia. Desde aquella tarde de tormenta algo se rompe entre los dos, una grieta pone freno a las confidencias. Se terminan las vacaciones en el pueblo. El curso de la vida los lleva por caminos distintos. Dejan de verse.
Muchos años después, Alicia lee el periódico sentada en un banco del parque mientras cuida de su nieta que juega en el tobogán. Le llama la atención una noticia. Un cura ya anciano, del colegio x en la ciudad x ha sido denunciado por abusos a catorce menores en los años 80. No figuran nombres por la ley de protección de datos, pero por las pocas pistan que ofrecen, Raúl podría ser uno de esos abusados.
Hacía mucho tiempo que no se acordaba de aquello, pero el titular la traslada de inmediato a aquella tarde de tormenta rabiosa en un pueblo de Castilla, a aquella entrada al túnel del viejo ferrocarril, a las bicis tiradas de cualquier manera, a la angustia y los temblores de aquel niño de doce años que comparte su infortunio con una igual, tan vulnerable e impotente como él, que poco puede hacer por ayudarlo, salvo escuchar una confesión teñida de asco y de vergüenza.
Alicia lee el cuerpo de la noticia con avidez, esperando encontrar un final razonable, que muestre algo de justicia, aunque sea con tanto retraso, aunque no sea concretamente Raúl uno de los denunciantes, aunque sólo sea en su nombre. Pero el relato no hace más que reproducir el guión de tantos otros casos similares para terminar reseñando que los hechos ya han prescrito.
E.Z., 10 de abril de 2023
(664 palabras)
ATARDECE
… y descubriré una vacuna que salvará muchas vidas, viajaré por los cinco continentes para darla a conocer y que llegue a todos los rincones, sobre todo a los más desfavorecidos, y después envejeceré tranquila, con la sensación del deber cumplido, dice Alicia. ¿Y tú qué harás? Raúl y ella se han guarecido de la tormenta en la entrada al túnel del viejo ferrocarril abandonado. A unos metros están tiradas las bicis de ambos. Yo analizaré las variedades de los distintos terrenos, estudiaré sus posibilidades y cruzaré semillas buscando los cultivos más fructíferos, las cosechas más productivas, sin fertilizantes ni pesticidas, de manera que haya comida para todos y nadie pase hambre.
Esta misma tarde han llegado al pueblo con sus familias, como todos los veranos, para pasar las vacaciones con los abuelos. Sin tiempo a descargar las maletas se han buscado con esa necesidad física, semejante al hambre y la sed, de quien lleva sin verse todo el año. Se conocen desde siempre y han alcanzado esa edad, a caballo entre todo y nada, en que las confidencias al amigo son más definitivas que ninguna otra cosa, ese momento ambiguo en que el traje de la infancia empieza a quedar pequeño y a tirar de la sisa, pero las hormonas todavía no están maduras para eclosionar y teñirlo todo con los jugos más ácidos de la vida. Están en ese momento precioso en que todo es puro y pleno, en que todos los planes y los ideales están por estrenar, ese tiempo irreal en que todo es posible sólo con la voluntad de quien lo desea.
El verano transcurre entre ocioso y excitante. No vuelve a surgir el tema entre ellos. Aquellas vacunas de Alicia y semillas de Raúl quedan como un propósito, más deseo que realidad, como grabado en uno de esos enormes tablones publicitarios que asaltan a los viajeros, a su paso por una carretera infinita, en medio de un trigal de los campos de Castilla, igual que el toro de Osborne. Y que los vientos, las lluvias, los granizos y tempestades van desdibujando y reduciendo a desvaídos churretones a medida que van pasando los años.
Se suceden las estaciones en una rueda que no deja de girar. La existencia, que es caprichosa y arbitraria, separa sus destinos en distintas direcciones. Terminan los veranos en el pueblo. El ciclo de la vida continúa su curso. Los abuelos ya no están, las viejas casas familiares quedan abandonadas, como ruinas de un tiempo que tal vez fue soñado. Se producen idas y venidas, planes de estudio con nombres complejos, cursos en el extranjero, temporadas de voluntariado en lugares remotos, parejas que también van y vienen, algunas que se quedan, niños que nacen, crecen y a su vez se emparejan… La realidad misma, que se va articulando como las teselas de un mosaico.
Otro verano, unas cuantas décadas después, Alicia y Raúl, que han vuelto al pueblo, con miles de kilómetros recorridos cada uno por su lado y las mochilas ahora llenas de experiencias, descansan otra vez uno junto al otro. ¿Recuerdas nuestros planes, siendo apenas unos niños, para acabar con la enfermedad y el hambre en el mundo?, murmura bajito Alicia. Claro que me acuerdo, le dice Raúl sin levantar la voz, ¿qué teníamos?, ¿doce años? A esa edad uno cree que puede hacer que la realidad transcurra en el país de los cuentos, que la magia es posible todos los días, que no existe problema sin solución si uno se empeña. Luego, la vida nos va enseñando que el infinito no es más que un ocho tumbado y que hay que conformarse con llegar hasta donde las fuerzas permitan, ni un metro más. Ya, reconoce Alicia, la juventud es ambiciosa, debe serlo para que la humanidad avance, pero admite que, con todo, hemos hecho un buen trabajo. Sí, no ha estado mal. Y se quedan callados, puede que cada uno viendo pasar por la pantalla de sus recuerdos la sucesión de imágenes con que se ha tejido su historia personal.
Mira, ahí vienen. Un niño y una niña que pronto dejarán de serlo suben despacio la cuesta del cementerio, haciéndose confidencias en tono risueño. Llegan a su altura. La niña deja un ramito de violetas sobre la lápida de Alicia. Hola, abuela, esta vez me ha costado encontrarlas porque no es temporada, pero aquí las tienes, como a ti te gustan. Y acaricia con mimo las letras grabadas en la losa. El niño, por su parte, deposita un manojo de ramitas de romero sobre la lápida de Raúl. Qué hay, abuelo.
Atardece. El calor del día va cediendo poco a poco. El blanco ardiente del cielo se funde en azules que van suavizando el paisaje y anunciando las primeras sombras. Se ha levantado un vientecillo que mece despacio las copas más altas de los cipreses. Se está bien. Por un momento parece que el tiempo se hubiera detenido. Pero es una impresión falsa, porque la vida sigue.
- E.Z., 4 de abril de 2023
- (830 palabras)
LÉXICO FAMILIAR
(a imitación y en homenaje a Natalia Ginzburg)
Una de las exigencias que recuerdo desde muy temprano es que en nuestra casa no se podían utilizar palabras malsonantes bajo ningún concepto y en ninguno de sus grados. Aunque no figurara por escrito en ningún sitio, sabíamos de manera intuitiva, como se suelen saber esas cosas, que existían varios niveles. Estaba el más básico, adscrito a la primera infancia, el de caca, pedo, culo, pis. Venía luego el de insultos más o menos maliciosos, como tonto, idiota, imbécil o subnormal, que solían tener su apogeo en torno a los siete años, cuando en teoría se perdía la inocencia y esta desgracia se hacía coincidir, vaya uno a saber por qué, con la Primera Comunión. Después, ya entrada la adolescencia, se enriquecía el léxico con los innombrables cabrón, hijoputa, coño, cojones o me cago en tal (aquí se abría una rama subsidiaria de lo más imaginativa). (Hago un inciso en este punto para traer a la memoria a mi tío abuelo Martín, un aldeano insigne del Goierri guipuzcoano que de joven había sido seminarista, para quien el taco más depurado era ‘mekaguen zazpi t’erdi’, literalmente, ‘mecaguen siete y media’, un capricho lingüístico que maridaba el juego de cartas con un rebaje bastante ingenuo del ‘mecaguen diez’, creyendo quizá que así le restaba delito al juramento, aunque nunca supo explicárnoslo con precisión). Por último, figuraban las blasfemias de facto. Bueno, no figuraban, porque en realidad estaban proscritas del todo.
Este mapa conceptual de insultos, palabrotas y anatemas estructuraba los pilares de una antropología cultural familiar a nivel de usuario que, por supuesto, sólo se sostenía dentro de los muros de la propia casa, porque en cuanto atravesábamos el umbral y salíamos a la calle, todo el rico repertorio prohibido en el hogar estallaba en una jubilosa traca donde los tacos y maldiciones se cruzaban en el aire crepitando como las ascuas de una fogata muy bien alimentada. Cada una de las sabrosas imprecaciones se nos iban pegando a la ropa y al pelo con la persistencia de la brea más pringosa, de modo que nos acompañaban hasta la cocina cuando recibíamos la llamada para subir a cenar. Y era muy difícil retraerse cuando sentados a la mesa los seis hermanos, los padres y la abuela se empezaban a repartir, en medio de un moderado barullo, los trozos de pan por arriba y las patadas por abajo. Era muy difícil, digo, que en ese trasiego no se escapara algún improperio entre los imberbes. Al instante se hacía un silencio denso y la mirada seria del padre recorría despacio las cabezas agachadas de los culpables. Mantenía el mutismo durante unos segundos eternos y, luego, con una voz cavernosa, como de chasquear de piedras, sentenciaba lo que todos conocíamos como aquella ley no escrita, ‘en esta casa no se habla así’. Otro silencio hasta que poco a poco el ambiente se relajaba y se iba recuperando el entrechocar de cucharas con la porrusalda camino de la boca.
Hasta que un día, uno de los más pequeños, enardecido tal vez por no acertar a conciliar el mundo de dentro con el de fuera, se atrevió a solicitar una licencia, un visado que poder utilizar en casos desesperados, cuando la rabia le subiera por la garganta y no pudiera controlar el río de lava que le quemaba la boca. El padre no dudó, tenía lista la respuesta. CARAJO, pronunció con calma; en esos casos, dirás CARAJO, y nada más. Porque no hay oprobio en usarla y con ello respetarás las normas de esta casa.
Y así fue como el término CARAJO pasó a ser santo y seña de la familia, una especie de salvoconducto que se repetía a menudo y en distintos tonos, dependiendo de la urgencia del desahogo, sin que eso supusiera un obstáculo para que en el exterior continuáramos enriqueciendo nuestro vocabulario con todas las formas existentes de maldiciones y engordándolo con otras nuevas que se fueron inventando, porque el idioma es un ente muy vivo e indomable que no se aviene a las condiciones de ninguna suerte de mazmorra, lo que le garantiza un futuro duradero.
C = casa
A = apogeo
R = repertorio
A = ascuas
J = juramento
O = oprobio
E.Z., 21 marzo 2023
Léxico familiar habla de los Levi, una familia judía y antifascista que vivió en Turín desde 1930 hasta 1950. Natalia era una de las hijas del profesor Levi y fue testigo privilegiado de los momentos íntimos de la familia y de su manera de expresar el afecto que los unía. A través de este léxico tan peculiar vamos conociendo al padre y a la madre de Natalia, a sus hermanos, a su primer esposo, a políticos de gran valía y a muchos de los intelectuales que animaban las tertulias en estas décadas tan importantes del siglo XX. Así es como la historia de la Italia antifascista se pasea en bata por las páginas de un libro fascinante, falsamente simple, donde las anécdotas cotidianas se mezclan sin pudor con reflexiones de mucho calado y donde el talento de Natalia Ginzburg llega a su expresión más libre.
JAQUECAS
Esa mañana Susana se había levantado con dolor de cabeza, como tantos otros días. A veces pensaba que sus jaquecas eran una especie de pantalla o escudo que le bloqueaba para no tener que enfrentarse a una tortura mucho más lacerante. El dolor físico le dejaba paralizada, sin capacidad para pensar, mucho menos para hacer planes. En ocasiones, se le ocurría que era ella misma quien se provocaba las cefaleas para ir retrasando su decisión.
Enchufó la cafetera mientras sentía aquellos pinchazos en la frente y en las sienes, y se fue irritando cada vez más, porque a la sensación de encontrarse en un callejón sin salida se sumó ahora el sentimiento de culpa. ¿Se podía ser más patética? ¿Culpa de qué?
Llevaba cinco años conviviendo con aquel hombre que supo embaucarla al principio con bonitas palabras y que, en cuanto la tuvo bajo el mismo techo, olvidó las normas básicas del respeto. Nunca la había pegado, es verdad, pero la había vejado de todas las formas posibles. Golpes ocultos, que no dejan huella, pero duelen más que muchos puñetazos. Y Susana no terminaba de tener claro que aquella vez que ella dijo no y él la forzó a pesar de todo, no hubiera sido una violación. Por entonces todavía no se debatía en el Congreso la ley de ‘Sólo sí es sí’, pero, legislados o no, los hechos eran los hechos y se habían quedado allí, como pájaros muertos entre las sábanas arrugadas.
Seguramente, no lo recuerda bien, ella lo encubrió con un dolor de cabeza a la mañana siguiente, ese sistema infalible que le impedía pensar. En cambio él no precisaba de ningún recurso para enfrentar la jornada con el aplomo y la certeza de un macho alfa en su plenitud. Con ese temple salió de casa hacia el trabajo, sin una excusa, sin un gesto de afecto. Y a Susana se le enfrió el café en la taza. Sería demasiado decir que tuvo una experiencia extracorpórea, pero creyó verse a sí misma desde fuera con una mezcla de pena y coraje que consiguió por fin ponerla en marcha. Enchufó la cafetera de nuevo y se tomó una taza bien caliente junto con un potente analgésico.
No disponía de elementos para denunciarlo, eso lo sabía bien. En su estrategia de depredador, él había conseguido aislarla del resto del mundo: familia, amigas, conocidos. No había testigos de sus afrentas en la intimidad. Tampoco la dejaba trabajar, así que su dependencia económica era completa. Todo eso debía de ser lo que la había mantenido paralizada. Pero ya era suficiente, se dijo. Tenía que buscar ayuda.
Se desnudó con rabia del entumecimiento que la tenía presa y, sobre todo, de aquella culpa infundada. Se vistió con ropa limpia y salió a la calle con el propósito de no mirar atrás. Bien podría ser un 8 de marzo.
E.Z. 8 marzo 2023 http://JAQUECAS
EL LUGAR DONDE SE DESMELENAN LOS NENÚFARES